LA SORPRESA DE LA EXPERIENCIA

Antonio Peñafiel Olivar

El viejo Ernesto tenía una forma de apasionarse muy intensa. Jugaba rompiendo los límites que establece el ser humano en las relaciones. Jugaba con un universo infinito tan imprevisible que asustaba, pero a la vez era tan apasionante. El decía siempre: “Nos movemos ante dos realidades contrapuestas; la curiosidad por lo nuevo, y el miedo a lo desconocido”. En ese espacio infinito en el que se mueve la transgresión construía su mundo. Traspasaba ese límite de lo absoluto, con el riesgo de caer en un abismo de dudas, que le llevaba a la nada, y de nuevo vuelta a empezar.

Ernesto; a sus 90 años bien llevados, aún era extremadamente coqueto. Siempre se cuidó mucho. Hacía ejercicio cada mañana; ahora ya no podía caminar fuera de su cálida casona: Una edificación heredada de su padre, frente al palacio real, y cerca del jardín de la isla donde se había dejado su infancia y su adolescencia.

Ernesto ahora se deleitaba con su nieto Paul, un joven curioso, que a sus 16 años quería seguir los pasos de su abuelo. Le gustaría ayudar a los demás, sobre todo a los más vulnerables. Le encantaba escuchar las “batallitas” del viejo.

Ernesto le pidió un consejo, algo que pudiera llevar como amuleto, algo de lo que pudiera presumir como legado educativo de su abuelo. El abuelo Ernesto, respondió sin dudarlo: